Hombres que lloran

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Como ayer era Veterans Day, la conmemoración del final de la I Guerra Mundial, pusieron en HBO un documental estremecedor sobre las secuelas psicológicas que padecen muchos de los que han luchado en primera línea, lo que se llamaba Shell shock y ahora, en este mundo de siglas, recibe el nombre técnico de PTSD, Post Traumatic Stress Disorder. Se titula Wartorn y lo presenta muy sobriamente James Gandolfini. Imágenes documentales de las que no se muestran nunca porque son muy difíciles de mirar se intercalaban con testimonios de hombres que volvieron físicamente intocados de la guerra pero que hablaban en voz baja con la mirada fija en un punto del aire, porque vean lo que vean y hagan lo que hagan, por mucho tiempo que haya pasado, parece que siempre tienen delante de los ojos cosas que no pueden olvidar y que siguen regresando en sus sueños tan vívidamente como si sucedieran de nuevo, de manera incesante, noche tras noche, a lo largo de sus vidas enteras. Ancianos de ochenta y tantos años, veteranos del desembarco en Normandía o de la guerra en el Pacífico, rompen a llorar acordándose de los amigos a los que vieron morir junto a ellos despedazados por una bomba, de detalles mínimos que conservan intacta su capacidad de horror a pesar del tiempo y la repetición en las pesadillas: un muerto queda colgado de la rama de un árbol después de una explosión, y durante mucho rato sigue parpadeando; se acerca la claridad del amanecer y en cuanto se haga de día habrá que lanzarse a un desembarco frente al fuego enemigo y la mayor parte de los hombres que van callados en ella, fumando cigarrillos, apretando los fusiles entre las manos, estarán muertos dentro de unas horas. Un veterano negro de Vietnam, con pelo y barba blancos, enseña los dibujos que sigue haciendo obsesivamente después de más de cuarenta años: cuerpos caídos, destrozados, calcinados, con algo de Goya y de Grosz y de Robert Crumb. Un hombre de 89 años, muy frágil y muy lúcido, cuenta que disparó de muy cerca a un soldado alemán que lo atacaba, y que cuando el alemán estaba en el suelo agonizando lo miraba y se señalaba con insistencia un bolsillo de la guerrera: buscó en él y había una foto de una mujer y unos niños. Lo último que había querido aquel hombre al que acababa de matar era enseñarle a su familia.

Todos miran exactamente igual y siguen viendo cosas que la conciencia humana no puede aceptar y que no pueden representarse ni contarse por mucho empeño que se ponga. Un ex sargento regresado de Irak, joven, musculoso, con la cabeza afeitada, con tantuajes en los brazos, confiesa, separando apenas los labios: “He visto cosas horribles. He hecho cosas horribles. Me dicen: era tu trabajo. ¿Cómo puede ser un trabajo matar a otros seres humanos?” Un anciano que estuvo en Iwo Jima a los veinte años y pasó una noche entera abrazando a un amigo suyo que tiritaba de frío y agonizaba y al que no ha olvidado nunca cuenta que ahora un nieto suyo está en Iraq, y que cuando pasan unos días sin tener noticias suyas las pesadillas regresan y está de nuevo en aquella isla. “Mi nieto no sabe que cuando vuelva ya no será el mismo que era cuando se marchó”, dice, mirando hacia ese lugar a donde miran todos, los ojos llenos de lágrimas.